“La financiación del arte y la cultura”, por Santiago Alfaro Rotondo
(Poder360°).- Entre el 2000 y el 2007, 95,2% de los espectadores peruanos asistieron a ver películas anglófonas, básicamente de Hollywood; 1,2%, iberoamericanas; y 3,6%, nacionales. Este dato –recabado por Augusto Tamayo y Natalie Hendrickx en su libro Financiamiento, distribución y marketing del cine peruano– se repite en otros países: Estados Unidos provee 85% del stock mundial de películas.
El omnipotente dominio estadounidense sobre el mercado cinematográfico es conocido, pero no sus orígenes: las políticas culturales. A pesar de que se esfuerce por incitar el libre comercio y renegar hasta antes de la crisis de toda intervención pública en la economía, el gobierno de ese país promueve sostenidamente el cine desde principios del siglo XX. El Departamento de Estado creó en 1916 una sección dedicada a la industria cinematográfica y luego de la Segunda Guerra Mundial intercambió las ayudas del Plan Marshall por la libre circulación de películas en Europa.
La misma lógica es aplicada hoy. En toda negociación comercial, Estados Unidos procura abrir los mercados de otros países y defender el régimen copyright para favorecer el desarrollo de su producción audiovisual.
Además, en el ámbito local las filmaciones se benefician de múltiples subsidios y exoneraciones fiscales. Por tanto, si queremos que otras cintas peruanas repitan el éxito de La teta asustada, habría que tomar en cuenta la recomendación de Joseph Stiglitz a los mercados emergentes: “prestar atención no a lo que dice EE. UU., sino a lo que hizo durante los años en los que se erigió en potencia industrial y a lo que hace hoy en día”.
Ello inevitablemente nos lleva a reafirmar el “derecho soberano” de los Estados a formular y aplicar políticas públicas que garanticen el desarrollo autónomo de su producción cultural, tal como lo sostiene la “Convención para protección y promoción de la diversidad de expresiones culturales”, adoptada por la Unesco el 2005 y ratificada por el Perú el 2006. Una manera de hacerlo es crear un sistema de financiamiento público y privado para el conjunto de nuestras actividades artísticas y culturales. En su mayoría, estas son gestionadas por micro, pequeñas y medianas empresas, asociaciones civiles sin fines de lucro o individuos que enfrentan cotidianamente serias dificultades para financiarse.
Por lo mismo, frente a su precaria autosostenibilidad, requieren agenciarse de fuentes externas de recursos económicos. Entre las que suelen establecer los Estados modernos están los programas de subsidios y subvenciones; los sistemas de créditos y préstamos; las políticas de gravamen fiscal y parafiscal; los fondos nacionales; y los regímenes de incentivos tributarios para la inversión privada o leyes de mecenazgo. De todos, los dos últimos son los mecanismos institucionales y jurídicos más urgentes de implementar en nuestro país, ya que permiten recaudar a la vez aportaciones del Estado, la sociedad civil y la sociedad económica.
Fondos nacionales y mecenazgo
Los fondos nacionales han sido instituidos a nivel mundial a través de dos grandes modelos: uno centralizado y otro sectorial. El centralizado financia por medio de un solo organismo todas o gran parte de las actividades artísticas y culturales de un país, como el Arts Council británico. El sectorial implica la financiación de actividades específicas por medio de distintos fondos, como los del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile. En el Perú, al conformarse el Consejo Nacional de Cinematografía (Conacine) se optó por el segundo modelo. No obstante, este organismo no recibe anualmente todos los recursos que se le asignaron por ley debido a su dependencia del presupuesto nacional, sujeto a mezquinas voluntades políticas.
Para revertir esta situación, el congresista Jhonny Peralta ha formulado el proyecto de ley denominado “Ley de fomento a la producción cinematográfica nacional”. Allí se crea el Fondo Procine, al que se transfiere 50% del monto recaudado semanalmente por concepto del impuesto municipal a las funciones cinematográficas y 1% del monto de la tarifa mensual por pago del servicio de televisión por cable. De esta manera se recoge positivamente el criterio dominante en el ámbito internacional en este campo: financiar la cultura con los impuestos que la gravan.
Por los beneficios que traerá para el cine (se prevé recaudar en promedio S/. 7 millones anuales) el proyecto no solo debería ser aprobado por el pleno del Congreso sino tomado como modelo para la creación de otros fondos para el financiamiento del resto de actividades artísticas y culturales, actualmente desatendidas. Los recursos para dichos fondos podrían extraerse del impuesto a los casinos y máquinas tragamonedas, que el 2008 llegó a recaudar S/. 170 millones. Medidas de este tipo han dado muchos resultados en otros países, como en Australia, donde se costeó la famosa Ópera de Sydney con el juego de lotería.
Por su parte, las leyes de mecenazgo permiten pluralizar las fuentes de financiamiento incitando la participación privada. Mediante estos marcos normativos, personas naturales o jurídicas son exoneradas del pago de impuesto a la renta a cambio del apoyo a proyectos culturales. La experiencia internacional demuestra que a pesar de no resolver por sí mismos la fragilidad de los mercados nacionales, su aplicación moviliza un importante flujo de dinero. En Brasil, a través de la Ley Rouanet, entre 1999 y el 2008 se pasó de captar menos de US$ 100 millones a más de US$2.000 millones para el arte y la cultura. Un régimen fiscal como este en el Perú podría, entonces, dar alternativas a empresas, instituciones o individuos socialmente responsables para canalizar sus recursos.
La congresista Luciana León comparte esta idea, por lo que ya presentó en el Congreso un proyecto de ley que regula y promueve el mecenazgo cultural. Cuando se discuta, se debe tomar en cuenta la importancia de escalonar las deducciones tributarias para promover el financiamiento filantrópico (donación) sobre el comercial (patrocinio); establecer criterios claros y transparentes para la elección de los proyectos que deseen ser beneficiados; y prever la distribución equitativa de los recursos, para evitar que se concentren en pocas regiones geográficas y segmentos artísticos.
El sector cultural, por su capacidad para construir identidades y dinamizar la economía, tiene una importancia geopolítica que no se puede obviar. Como se deduce de la experiencia estadounidense, los Estados de los países que dominan los mercados mundiales lo saben. Debido a ello, se han preocupado por formular y aplicar políticas públicas, incluyendo el diseño de un sistema de financiamiento para sus actividades artísticas y culturales.
Algunos se inclinaron por el financiamiento privado, otros por el público. Dado que en el primero se tiende a priorizar los intereses comerciales sobre los colectivos y en el segundo las cargas burocráticas son siempre latentes, lo ideal es un sistema mixto. Una manera de hacerlo es creando fondos nacionales y formulando regímenes de incentivo para la inversión privada, entre otros marcos normativos y programas institucionales.
Con ello se diversificaría la fuente de recursos para la sostenibilidad del arte y la cultura, lo que contribuiría a la ampliación de las opciones de los ciudadanos para crear y consumir con autonomía.