“El morbo”, por Gonzalo Portocarrero
(Ilustración: Víctor Aguilar) |
Por Gonzalo Portocarrero Publicado en: El Comercio
El Diccionario de la Real Academia define ‘morbo’ como el “interés malsano por personas o cosas” y también como la “atracción hacia acontecimientos desagradables”. En ambas enunciaciones, lo característico es la atracción o interés por lo malsano o desagradable. Resulta que la actitud morbosa es aquella que se complace en lo que debería producir repulsión o lo que trastorna la capacidad de enjuiciamiento moral. Es decir, la inclinación morbosa lleva a preferencias, éticas o estéticas que conspiran contra un desarrollo armonioso de las capacidades humanas.
Es muy grande la fuerza de lo morboso en el Perú de hoy. En una suerte de círculo vicioso, los medios de comunicación alientan y satisfacen el morbo de su público, que espera impaciente esas novedades en que la información acentúa lo “malsano” y lo “desagradable”. Los noticieros de televisión se convierten en carruseles de un horror que pretende fascinar la atención de los televidentes. Es muy frecuente, entonces, que empiecen relatando la violación a una menor de edad, o el atropello de una inocente familia, o el linchamiento de un presunto ladrón en una población, o el asesinato de una persona inocente a manos de un sicario. La violencia del día se convierte en el espectáculo que captura la atención de la gente. Entonces, estas noticias se desarrollan con gran detalle. La norma es cubrir el escenario de los sucesos, las declaraciones de los familiares, de las víctimas, de los testigos. Hay tiempo para todas estas informaciones, pues se trata de satisfacer las ganas de saber de los televidentes. Estas ganas de saber remiten al morbo, al gusto por lo desagradable o malsano.
Ahora bien, los adjetivos ‘desagradable’ y ‘malsano’ se definen en relación con sus opuestos. Es decir, lo ‘agradable’ y lo ‘sano’. Esto significa que la persona que se deja llevar por aquello que la sociedad considera morboso sabe que está consumiendo algo que, en el fondo, atenta contra sí mismo, aunque le pueda resultar atractivo. Entonces en el hombre, o mujer, que consume pornografía hay una conciencia, aunque sea débil, de que está dilapidando su futuro. La mejor prueba es que no se sentirá orgulloso, al menos públicamente, de ese consumo. Si la sociedad estima como insana la pornografía, es porque considera que a través de ella se educa el erotismo de una manera inconducente para la satisfacción y felicidad de ambos miembros de una pareja. En sus múltiples variantes, la industria pornográfica siembra fantasías de posesión inconsulta, y hasta violenta, pues el cuerpo exhibido en la pornoimagen es cosificado como un objeto que solo está para complacer el deseo de quien lo mira. Así, se crean expectativas que deforman las posibilidades de un encuentro amoroso. Mitos machistas como el que señala que las mujeres siempre desean, que les gusta la violencia, o que la satisfacción de ellas no importa.
También podrían considerarse morbosos los filmes en que se despliega pródigamente una violencia que pretende pasar como espectáculo estético. Una suerte de coreografía de la muerte. Me refiero a esos filmes en que brazos, piernas y cabezas vuelan, una vez cercenados de los cuerpos de sus dueños, y la sangre mana a chorros; todo ello ocurre en escenas reproducidas en cámara lenta, en primeros planos, como para que el espectador se fascine con la proliferación de la agresividad y la muerte. Así se embellece la violencia, que es postulada –implícitamente– como muestra inapelable de potencia y poder. Se propicia, a la vez, la idea de que, con el enemigo, la piedad o compasión deben ser descartadas, pues el único comportamiento sensato es el exterminio. También los filmes de terror deberían incluirse en la órbita de lo morboso, pues ellos desembocan en la satanización del otro y en el elogio de la violencia que lo aniquila.
La propagación de lo morboso en la cultura es un hecho global, pero en el Perú de hoy encuentra frenos muy débiles en razón del debilitamiento de la moral y de la reflexividad; en consecuencia, del auge de lo impulsivo. La satisfacción inmediata, sin pensar en sus consecuencias sobre los otros, ni en sus efectos sobre uno mismo, tal parece ser la máxima que guía el comportamiento de mucha gente confundida sobre aquello que es una vida que merece la pena.